El Cuerpo

EL CUERPO

Alicia llegó al campus en autobús como todas las mañanas. Sin embargo, el paisaje que encontró no era el habitual. En lugar del típico trajín de estudiantes circulando de un lado a otro, había una gran reunión en círculo frente a una de las facultades. Dos coches de policía daban el toque final a la escena.

-          Oye, ¿qué a pasado? – preguntó Alicia al bajar del autobús a otra chica que pasaba con la cara desencajada.
-          Han matado a una chica, ¡es horrible!

Alicia no podía dejar de pensar qué era lo que había pasado y la curiosidad le pudo, como a todos, y se acercó a ver qué ocurría.

Un policía hablaba con un par de chicos, bastante afectados, les hacía un montón de preguntas. En medio del grupo de estudiantes, en el suelo, estaba el cuerpo. Era una chica muy guapa, rubia de ojos castaños, los tenía abiertos y miraba al cielo con curiosidad vacía. La boca entreabierta, los brazos extendidos sobre la hierba, las piernas ligeramente flexionadas y dobladas a un lado. Parecía que ella misma se hubiese tirado en el suelo y hubiese muerto de un infarto. Salvo, claro, por las doce puñaladas que tenía en la parte superior del tronco.

Alicia no se sorprendió. Era estudiante de medicina y ya se había acostumbrado a la sangre, aunque todavía sentía un poco de inquietud con los cadáveres. Aún así, aquello era distinto: era brutal pero, a la vez, tenía cierta belleza artística.

Aquel día, la vida en el capus se salió de la rutina, no hubo clases y no se comentaba otra cosa. Las chicas temían que se tratase de un loco o de un violador. Los chicos bromeaban con la posibilidad de que fuese alguno de los profesores “hueso” con la esperanza de que les diesen aprobado general pero todos, bromas a parte, estaban preocupados.

A media tarde, Alicia volvió a casa, por seguridad habían decidido que no habría clases por la tarde.

Ella compartía piso con otro estudiante, Diego, que estaba terminado un curso de Bellas Artes. Normalmente, por horarios, no coincidía mucho pero esta tarde se lo encontró en casa.

Mientras ambos se tomaban un refresco, le contó que aquella tarde se habían suspendido las clases y le explicó el motivo. Diego no se preocupó demasiado y le dijo que no le diese importancia, que eran cosas que pasaban. Luego se fue a su cuarto, ya que tenía cosas que hacer.

Ella intentó estudiar algo, pero no estaba todo lo concentrada que le gustaría por lo que, finalmente, vio la televisión. Por supuesto, salió la noticia del cuerpo del campus y, naturalmente, los familiares de la chica destrozados.

Alicia se hartó. Lo mejor era cenar y meterse en la cama. Le apetecía pizza pero no para ella sola, así que preguntó a Diego. Llamó a la puerta.
-          ¿Si? – preguntó

Alicia abrió la puerta y se encontró a su compañero enfrascado en un cuadro. Diego le lanzó una mirada furiosa y ella se quedó paralizada. Quería correr pero sus piernas no se lo permitían. Sus ojos no podían apartarse del cuadro: era la chica del campus, tal cual ella la había visto.

Diego se dirigió a ella pero, en ese momento, algo la ayudó a correr. Su compañero salió tras ella pero le dio alcance y la derribó en mitad del pasillo, aunque con dificultad y mientras Alicia se resistía, consiguió darle la vuelta y taparle la boca. Diego tenía los ojos fuera de las órbitas y sonreía. Ella trató de gritar y entonces le propinó un fuerte golpe que la dejó inconsciente.

Alicia se despertó con un gran dolor de cabeza. La había atado y amordazado. Estaba de pie, sujeta por el tronco con una especie de arnés y atada a una polea. No sentía las piernas y comprobó que las tenía cubiertas de escayola. Se fijó en un boceto pintado a mano: iba a convertirla en árbol, basándose en una escultura clásica. Alicia, impotente, empezó a llorar.

Diego entró en la habitación, llevaba un cuchillo en la mano. Miró a Alicia y le lanzó una escalofriante sonrisa.

-          Te lo dije cuando viniste a vivir aquí: no entres en mi cuarto. Pero no sabemos convivir, ¿verdad? En fin, lo mejor que es que ahora serás mejor compañera que nunca. Contigo termino mi colección completa. Eres perfecta para la última pieza. – Diego le acarició la cara cariñosamente – Lo siento, esto te dolerá, pero sólo un momento, ¿vale?

Alicia lloró. Sintió una presión fría en el cuello y luego calor, líquido caliente recorriendo su cuello, después dolor y por último, sueño.

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Un mes después, apareció el siguiente titular en el periódico:

¡Gran Inauguración!
EL DOLOR DE LA MUJER
Exposición artística de Diego Sánchez

FIN

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Envidia

ENVIDIA
Lidia era una enferma. Tenía una cosa que la carcomía por dentro. Un monstruo verde que se aferraba a su corazón una y otro vez, desde la infancia, daba igual lo bien que le fuesen las cosas, sus éxitos, sy altura y su belleza, siempre había alguien que tenía más, mucho más. Y es que siempre se lo habían dicho: era una envidiosa.
No siempre estaba dominada por los celos, vamos, lo podía controlar. Se sentaba un rato, respiraba hondo e intentaba recordar y enumerar sus logros más recientes. Era un pequeño truco que le había enseñado su madre, harta de pedir perdón a las otras madres en parques, fiestas de cumpleaños y en el colegio.
Gracias a esta técnica había conseguido salir airosa del instituto y terminar la Universidad. Actualmente, su vida era tan perfecta que ya nadie podía molestarla con sus genialidades.
Excepto ella.
Sólo una persona en el mundo la sacaba de su idea de firmeza y rectitud: Ángela.
Ángela había sido su compañera inseparable desde el colegio. Siempre ahí, donde fuera que pusiese su vista o sus metas, dándole en la cara con su increíble perfección: siempre un poco más alta, un poco más rubia, un poco más lista, un poco más guapa y un poco más destacada que ella. La número uno de su clase y la más popular y reconocida. Su pesadilla.
Siempre que Lidia conseguí algo también estaba Ángela cerca. Por más que intentaba la técnica de control aconsejada por su madre siempre conseguía sacarla de sus casillas y de su concentración, ya que al pensar en sus logros siempre, un paso por detrás, estaba Ángela, a punto para arrebatarle todo.
Lidia había cosechado éxitos al salir de la Universidad. Había logrado un puesto importante en una revista como diseñadora de contenidos y tenía un suelo mñas que digno y una casa adosada con jardín. En resumen: más logros y más perfección.
Aunque todo se desvaneció la misma tarde en que el camión de mudanzas llegó al número cinco de la calle, el adosado contiguo al suyo.
Al mismo tiempo que el camión llegó la propietaria, que no era otra que Ángela.
Lidia y ella se saludaron encantadas y sonrientes aunque, en realidad, era una farsa, ya que jamás habían llegado a ser amigas y entre ellas estaba esa rivalidad latente.
Ángela se instaló como una más de las vecinas y, como todos, llevaba una vida rutinaria cosida con viajes de casa al trabajo y del trabajo a casa.
Sin embargo, el monstruo verde bajo la piel de Lidia empezaba a emponzoñar su mente con oscuros pensamientos. Su voz insegura le hablaba de engaño, de conspiración contra ella. Su vecina trataba de usurparle el puesto, lo intentaría en cualquier momento, en cuanto bajase la guardia.
Así que Lidia decidió no dejarse doblegar y comenzó una nueva rutina: de casa al trabajo y del trabajo…a espiar a la vecina desde el jardín.
Al principio lo hacía con disimulo, desde el suyo, salía a plantar cosas al jardín: flores, arbustos, a veces, hasta habas y guisantes. Todo lo que fuese con tal de parecer ajetreada. Después, la cosa fue a peor, por las noches saltaba la valla del jardín y se acercaba a la ventana, con las manos en apoyadas en el cristal y los ojos bien pegados para no perder detalle. Pasaba horas observando, cobijada por unos arbustos ornamentales.
Allí estaba ella, con su chándal último modelo, tirada en su carísimo sofá comiendo palomitas y viendo la televisión, guapa y flamante, posiblemente urdiendo un plan para apoderarse de su vida.
La observó durante muchas tardes y noches. En una de ellas, un mensajero trajo una antigua vitrina de madera, de esas que se usan como expositor. Lidia intuía que en ella guardaría cosas valiosas, algún carísimo objeto antiguo. Tenía que comprarse alguna pero antes, tenía que saber qué es lo que Ángela iba a meter allí y luego comprar algo más antiguo y más grande.
Lidia dejó de ir al trabajo, debía vigilar día y noche, se lo habían dicho sus demonio interiores. Debía aplastar a Ángela superándola de nuevo.
Durante días observó y observó, prácticamente no se separó ni un momento de su magnífico emplazamiento de observatorio, con la esperanza de salir de dudas.
Una noche, mientras vigilaba la vitrina, vio como Ángela recibía una visita de un hombre que portaba un gran maletín. Ambos charlaron, tomaron un copa y rieron. Después, Ángela se excusó y salió por la puerta del salón. Lidia pudo ver cómo el caballero abría su maletín y sacaba de él algo brillante, algo…que parecía un bisturí.
Lidia no daba crédito. No sabía si chillar o si reír, ya que parecía que su eterna rival había ligado con una especia de psicópata.
El viento movió los arbusto a su espalda pero Lidia, fiel a su obstinación, trataba de averiguar qué ocurría y pensaba que si, quizá, salvase a Ángela en el último minuto de las manos de aquel bicho raro sería una heroína y Ángela le debería la vida…y ya no tendría que envidiarla nunca más porque sería mejor que ella. ¡Claro! Ahora sólo tenía que ir a por su móvil y un cuchillo – por si acaso – y esperar. Iba a salir corriendo cuando sintió un doloroso pinchazo en el cuello.
Todo se oscureció.
Habían pasado unas semanas desde la operación. El médico le había recomendado que, a partir de esa semana, se fuese quitando las gafas de sol en casa pero no en la calle. Ángela entró en casa después de su paseo matinal y se quitó las gafas, se miró al espejo y sus ojos verdes y brillantes le sonreían. Todo gracias a Lidia, lo había hecho un gran favor.
Al entrar en el salón la vio, allí estaba, como siempre, pegada al cristal, sin dejar de observarla. Ángela miró a Lidia dentro de la vitrina. El taxidermista había hecho un trabajo impecable, estaba prácticamente igual, salvo por los ojos de cristal. Los de verdad ahora eran suyos, como Lidia.
Ángela siempre la había envidiado. Ella tenía todo pero Lidia tenía más, tenía aquellos ojos preciosos y aquella figura envidiable. Ahora ella, por fin, lo tenía todo. ¿Se podía desear algo más?
Fin
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